El "homo sexualis" o Maricón común

 

            Esta entrada la dedicaré a un asunto tan superfluo como importante –dependiendo de a quién se le pregunte– y que es una constante en los centros educativos (al menos en los españoles).

            Voy a pedirte que, por favor, que busques un gay. Sí, literalmente, busca un gay. Un amigo, un hermano, un tío, un sobrino, un hijo, un compañero… y hazle leer esta entrada. Hazle leer estas líneas y pregúntale si tengo razón. Ya verás como sí.

            Esta entrada tiene que ver, más que nada, con la presencia de chicos (lo siento, es la parte que conozco) homosexuales en el aula. Bueno, y fuera de ella también. La presencia de un chico gay en clase modifica las conductas de profesores, compañeros, y, si me apuras, hasta del equipo de limpieza del centro.

            Voy a partir de la doble imagen que todo gay posee por el mero hecho de serlo.

            Cuando preguntas a una persona sobre la imagen que tiene de un hombre homosexual, te suele responder dos cosas: La primera: Suelen ser personas cultas, refinadas, con buenos modales, abiertas de mente, graciosas, buenas como amigo, sensibles, comprensivas… La segunda: Son personas que buscan el sexo por el sexo, promiscuas, envidiosas, vengativas, elitistas, altivas, presumidas, implacables…

            La primera enumeración es lo que podríamos llamar el “gay cortesano”; la segunda correspondería a la expresión coloquial “marica mala”. Lo mejor: ambas forman parte de nuestra dimensión como homosexuales; y muchos de estos aspectos los desarrollamos o potenciamos sobre todo en nuestra etapa escolar.



            Cuando un chico gay se da cuenta de que lo es, suele repudiar (al igual que cualquier adolescente) la norma que se le imponga; entendiendo por norma todo aquello que es habitual para el resto de sus “compañeros”. Si un adolescente repudia todo aquello que ve que ha heredado de sus padres y se revela contra ello; un chico homosexual hará lo propio con todo aquello que lo pueda identificar como parte de la turba heterosexual que le rodea. (Paradójico, pues, tristemente, buscamos la protección que nos pueda proporcionar el integrarnos en ella y pasar desapercibidos). Así, un chico gay suele desmarcarse del grupo “deportista y escupidor” de los recreos; de esos chicos que pegan patadas a un balón y escupen al suelo mientras se agarran el paquete para recolocárselo.

            En su lugar, escogen dos caminos: O rodearse de las chicas de su entorno –por aquello de poder hablar del peinado de Ronaldo, más que de los goles que marca­– con las que se sienten más en sintonía (este es un tema que daría para unas 35 entradas de blog) o deciden abrazar el ascetismo y replegarse a pasar su tiempo de ocio entre materiales culturales (libros, revistas, películas, series, canciones, exposiciones…) Pues “en el arte siempre se encuentra aquello que se buscó fuera de él, y que, amargamente, nadie jamás encontró de manera satisfactoria”. Es decir, a la misma edad en que mis compañeros se pelaban las rodillas en el patio del colegio y se empujaban unos a otros al grito de “maricón”, yo me sentaba a leer libros que “eran demasiado largos”, siendo solamente interrumpido por mis compañeras de clase que buscaban “hablar” de sus problemas porque al parecer “yo los entendía mejor”. No, cariño, no entendía nada, pero había engullido páginas y páginas de literatura amorosa, de literatura fantástica, de ensayos, de novelas… y seguro que algo podría cuadrarme con lo tuyo.



            Por otro lado, los gays aprendemos a desarrollar una mordacidad incisiva, sobre todo gracias a los vestuarios. En estas zonas, aparte de hacer frente a nuestros complejos genéricos; si era por todos conocida nuestra sexualidad, debíamos hacer frente a las chanzas y bromas que los demás se empeñaban en hacer con nosotros para afianzar su “masculinidad” en el grupo. Así, ante un “qué, ¿te gusta?” de un compañero balanceando ante nosotros su “vara de mando”, nosotros respondíamos por instinto “ya quisieras” o “claro, vamos al baño a ver quién aguanta más”. Cualquiera de las respuestas ponía de manifiesto nuestra rapidez mental (ojo, no confundir con inteligencia), y nuestro humor semihiriente que buscaba rebajar los humos a unos chicos en plena efervescencia sexual, cuya excusa no nos parecía demasiado contundente.

            Luego llega Bachillerato, la Universidad, y te das cuenta de que, en la mayoría de los casos, ser gay es como un punto intrépido que se suma a tu “éxito social”. Ser gay te convierte en un enlace entre los chicos de tu entorno (por formar parte de su “género”) y las chicas del mismo, básicamente porque se supone que todos (ellas y nosotros), pasamos las horas muertas hablando de penes, cuerpos musculados y sudorosos, y de cómo se llamarán nuestros hijos. (Cosa que también me daría para otras 50 entraditas). En la Universidad, los gays somos mucho mejor valorados que en la Secundaria: se nos considera personas profesionales a la par que divertidas; personas reflexivas y que al mismo tiempo se lanzan a cualquier empresa sin temor alguno; personas de trato fácil, de confianza, pero que poseen un control social y una capacidad de manipulación por encima de lo normal.



En fin, en alguna otra entrada igual cuento algún episodio gracioso de mi paso por la universidad en cuanto a ser gay, pero por ahora, solo vuelvo a pediros que busquéis un gay, y le preguntéis que qué piensa de lo que se piensa de él. No habrá mayor enseñanza, y puede que hasta cambie vuestra manera de tratarnos, de vernos e, incluso, de saludarnos.  

Comentarios

  1. Tal cual. Esta entrada bien merece un ensayo Sr. Doménech, y me encantaría leerlo.

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