ARTÍCULO: "LA TEORÍA DE LA MANADA AMENAZADA". CÓMO MOTIVAR LA PARTICIPACIÓN DE LOS ALUMNOS

   

  Buenas a todos. 

    En esta entrada, expondré (o al menos será esa mi intención) la visión que poseo del alumno actual en el aula actual y de cómo debería cambiar la situación que vivimos habitualmente en la docencia para fomentar la participación del alumnado en clase. 


         Para empezar, creo que en este país seguimos mirando con nostalgia a aquel profesor que ostentaba la vara de mando y que no sentía remordimiento alguno a la hora de usarla. Seguimos quejándonos amargamente de aquellos tiempos –en realidad bastante oscuros– en los que todo estaba tiznado de una cierta ranciedad casposa que convertía el aula en una zona de instrucción, de adoctrinamiento, y la silla del profesor, en un púlpito o un estrado. El profesor. El maestro. El docente… Hasta hace relativamente poco, esta figura era la orgía consumada de sacerdote, juez y padre: Sacerdote porque su palabra era incontestable, como si proviniese del mismísimo Dios; juez porque su dictado era ley, y saltárselo –o diferir de él– tenía duras consecuencias; y padre porque su dureza y su impiedad nacía de un supuesto afecto, de un amor paternofilial que sólo busca “lo mejor” para ti. Tristemente, hoy, muchos querrían volver a aquellas épocas aciagas que hacían del profesor un dirigente, un caudillo.

         Según este modelo educativo, en líneas generales, el profesor clamaba y sermoneaba, mientras el alumno asentía y callaba. La participación que pudiera haber entonces no era una vera participación, sino un requerimiento inevitable. Así pues, el fantasma de esta educación casi feudal aún impregna las aulas y los espíritus de alumnos que conocen “las leyendas” de las manos de sus padres, abuelos, etc.: las famosas “reglas de madera”, las “sortijas que dolían”, los “de rodillas con un diccionario en cada mano”, los “si usted a mi hijo tiene que darle un sopapo, se lo da” y demás parafernalia medievo-inquisitorial.

         Vivimos tiempos mejores, no cabe duda, pero aún hoy podemos observar una reticencia generalizada por parte del alumnado a participar –obviando casos particulares– en la vida educativa y sobre todo en el aula.

¿Por qué es tan difícil para el profesor conseguir que los alumnos participen en su clase?

            La respuesta es obvia. Miedo, vergüenza, desinterés… Pero la verdad es que no es tan simple. El ser humano, tenga la edad que tenga, actúa de forma diferente dentro y fuera de su zona de confort. Es extraño que el aula, un espacio en el que el alumno pasa normalmente más tiempo que en su casa, no se vuelva, en la mayoría de los casos, parte de la zona de confort del alumno. Si damos unas cuantas vueltas más al tema, vemos que el grupo establece, de forma muy rápida, una serie de relaciones internas y externas que lo cohesionan y lo compactan, pero ¿por qué?

            En el mundo natural, cualquier agrupación de miembros de una misma especie muestra su estado más gregario y unido cuando se adentra en territorio desconocido, cuando ve posible ser atacado, o al menos cuando cree que pueden existir amenazas externas. Esto se repite, de forma adaptada, en el contexto del aula. Ese territorio tan conocido y a la vez tan peligroso, donde el alumno no puede sentirse a gusto si no es centrándose en las relaciones que ha establecido con sus iguales.


            ¿Pero cuál es la amenaza que mantiene al grupo unido y alerta? El profesor. La asignatura. Literalmente; sí, por muy mal que suene. El profesor es una amenaza para el instinto del alumno. El profesor puede dejarle en ridículo frente al grupo con una sola pregunta, con un solo reproche. El profesor, con una sola palabra, puede destruir el status quo de un alumno que ya de por sí es frágil en cuanto a lo social.

¿Qué puede hacer el docente para dejar de ser una amenaza? Aquí entramos ya en una parte delicada, pues muchos profesores que lean esto se darán golpes en el pecho y rasgarán sus vestiduras. El profesor debe bajarse del púlpito, del estrado, de la tribuna, del trono, de la cátedra. El profesor debe dejar de ser “el profesor”, debe dejar su pedestal y convertir a sus adoradores y acólitos en sus –paradójicamente– contrincantes.

Sí, contrincantes. Quiero decir, debe reventar, desgarrar y quemar todas las barreras jerárquicas que se han instalado desde hace siglos en las aulas. El profesor debe volver a ser aquel “maestro”, aquel “magister” que buscaba simplemente un intercambio de conocimientos; que aportaba su sabiduría a cambio del punto de vista de sus pupilos, a cambio de esa visión joven y nueva que le produce tanta nostalgia. Debe sentarse a su altura, debe convencerles de que no tienen que “participar” en su “asignatura”, sino construirla con él. Debe convertir a sus alumnos en sus compañeros, en sus mentores, incluso. Debe conseguir que la cohesión del grupo se diluya, que desaparezca ese estado natural de alerta que impide que el grupo se abra.

En resumen; la participación del alumno en el aula es un concepto erróneo desde el principio. El alumno no debe participar de las materias, del aprendizaje; el alumno debe codirigirlo; debe sentirse una parte imprescindible del desarrollo de las clases, no un mero receptor en peligro de “participar”. Y esto, señores, señoras, es únicamente labor del profesor. Si este, en un movimiento maestro de humildad, alteridad y vocación, accede a adoptar esta nueva postura, el grupo, automáticamente, se abrirá y le dará un lugar en él.

           

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